Educación, sujeto y sociedad

 

La educación tiene como eje fundamental la naturaleza social humana. De allí emerge el compromiso social de la escuela en la formación de ciudadanos que convivan desde la armonía y la paz. Para lo cual, es indudable el ejercicio de la corresponsabilidad, donde se ejercen acciones que contribuyen al bienestar social.  Pero, ¿Cómo se configuran las ciudadanías en la escuela?

Primero hay que decir que la escuela no puede desligar al individuo de la realidad sociocultural, por lo que la formación de ciudadanías se presenta desde antes de que el niño comience su escolaridad, mediante un proceso de educación informal que inicia desde el nacimiento mismo. Así es como de forma inconsciente se configura la conciencia, se adoptan costumbres, hábitos, cosmovisiones y sentimientos que lo “convierte en un heredero del capital formado por la civilización” (Dewey, 1977, pág., 1)

Estas experiencias medidas por el entorno le permite al niño heredar un componente intelectual y moral. Por ende, la escuela es un lugar privilegiado para la participación socioafectiva, donde se suscita la capacidad del niño de acuerdo con las exigencias sociales que le permitan hacer parte de un colectivo, de una comunidad. Ahora bien, se entiende el concepto de capacidad desde Dewey como un asunto psicológico que se desvela en la relación con los otros.

En efecto, los principios pedagógicos actuales muestran su descontento con las líneas tradicionales por desconocer las capacidades e intereses innatas del niño, sin embargo, “esos poderes, intereses y hábitos han de ser constantemente interpretados: debemos saber lo que significan” (Dewey, 1779, pág., 2). Es decir, no basta con conocer, sino además se requiere analizar el ámbito psicológico del niño.

Por ende, la escuela debe concebir al estudiante como un sujeto activo que comunica, construye, indaga y expresa, como lo expone el mismo autor. La educación hoy debe ser entendida como el centro de democratización social, donde se permita el libre impulso natural del niño desde la conservación de los principios para estar en comunidad. Así, por ejemplo, la participación, el diálogo y el trabajo colaborativo constituyen herramientas donde se vive la vida misma.

Al respecto Dewey rechaza la simulación de la realidad en la educación, al contrario, llama a gritos una escuela desde y para la vida, en sus propias palabras “La escuela, como institución, ha de simplificar la vida social existente; ha de reducirla a una forma embrionaria” (Dewey, 1779, pág., 3). De esta forma, la escuela le ofrece al niño experiencias cotidianas que generan un proceso gradual para que comprenda el sentido de las acciones dentro de las relaciones sociales.

Considerar la escuela como una forma de vida social implica repensar la concepción del maestro. Quien asume su rol desde la orientación de la naturaleza del niño, partiendo de sus capacidades e intereses a través de actividades constructivas para la comunidad a la que pertenece.

El maestro ha de ser un generador de la capacidad imaginativa, despertando la curiosidad y el interés para que el niño pueda entrar en contacto con su experiencia previa. También, es tarea del maestro descubrir sus capacidades y estimular emociones que le permitan al niño gozar de un espíritu sano, preservando desde la ciencia y las artes la conciencia del bienestar común.

Esto, sin lugar a duda, nos permite cuestionarnos sobre algunas premisas educativas en tiempos modernos relacionados con el conocimiento científico y tecnológico. Es necesario pues, aludir a los pensamientos de Dewey donde afirma que el conocimiento científico sirva para interpretar y controlar la experiencia ya adquirida.

Así mismo, Dewey reclama en la enseñanza el valor del lenguaje como el instrumento de construcción social, por medio del cual se comunican pensamientos, sentimientos y emociones. El lenguaje permite el tejido social y por ello la escuela no lo puede reducir a la emisión de una información concreta.

En conclusión, la escuela permite la regulación social desde la conciencia y la adaptación a través de la experiencia humana. La escuela dejará de ser un centro de estudio para ser el centro de la vida, de la sociedad. Donde se gesta en la interacción con el otro la libertad, la democracia, la justicia y la paz.


BIBLIOGRAFÍA

Dewey, J. (1939). Mi credo Pedagógico. Buenos Aires, Losada.

EDUCAR DESDE LA HUMANIDAD

 



Educar es el acto más noble, arriesgado y revolucionario, es un ejercicio que se teje desde la necesidad de la existencia humana. Motivo por el cual es indudable el compromiso histórico de la educación con la sociedad al ser eje transformador. Por ello, urge entonces cuestionarnos ¿Qué es lo humano del ser humano?

El ser humano siempre se ha cuestionado sobre su existencia y su relación con los demás y con el entorno. Inquietudes que la filosofía ha tratado de abordar desde diversas perspectivas a lo largo de la historia y que sin lugar a duda repercuten en la educación bajo la concepción de lo humano.

Hemos de tomar como referente el momento de la Ilustración, donde la humanidad encontró su sosiego en el conocimiento. Fue allí donde se acentuó la idea reducida de superioridad frente a otras especies por dos factores: razón y sociabilidad. Sin embargo, con Rousseau se marcaría un hito al reflexionar sobre la naturaleza humana, asumiendo en el hombre primitivo un estado original pacífico y la existencia innata de un instinto de conservación.

Estos rasgos que ha olvidado el hombre moderno inmerso en una sociedad que prioriza los intereses económicos de un capitalismo salvaje que azota todos los ámbitos de la vida, donde el tener junto con el poder hacen que los hombres modernos entierren su conciencia, sus deseos y su naturaleza primitiva. Cómo lo sentenció Rousseau “los hombres, en lugar de ser libres, se han convertido en esclavos” (Valenzuela,2009, pág., 3)

 Por supuesto que, los sujetos inmersos en el proceso de enseñanza no escapan de esta realidad. Es por ello que, tanto maestros como estudiantes deben estar formados para no ser contaminados por las falsas finalidades que nos ha vendido la actual sociedad de consumo; sino que, en un ámbito totalmente humanista, puedan llegar a comprender la libertad como principio fundamental de la escuela y la vida.

Esa comprensión de la realidad es posible gracias a lo que Rousseau denominó conciencia de sí. En efecto, la enseñanza debe ser un acto consciente que requiere de un ambiente de participación, reflexión y crítica. Un espacio privilegiado donde se expresen ideas, se estimulen iniciativas surgidas del interés del propio estudiante, generando una autonomía que conserve los ideales del bienestar individual y colectivo.

En otras palabras, una educación que se enfoque en la experiencia del niño. Experiencia que inicia en el seno de una familia, con los cuidados de su madre. Siendo esto un factor determinante en la construcción de la estabilidad emocional como lo afirma Rousseau. Sin embargo, aquí se genera otra tensión para la educación, puesto que actualmente hay muchas familias con padres ausentes, quienes priorizan el trabajo sin tener en cuenta el tiempo de calidad para sus hijos. Sin embargo, cabe resaltar que dentro de las relaciones escolares hay emociones y sentimientos que constituyen toda una dimensión socioafectiva donde el maestro es el eje central.

Esta afirmación implica reemplazar el verticalismo en la relación docente- estudiante, tan utilizada en la educación tradicional, por el diálogo, la participación y los acuerdos, pues es imposible hablar de afectos, libertad y democracia con una escuela autoritaria que impone su moral en nombre del bien común.

Al respecto de la moral, Rousseau admite que, en los primeros años de vida, las ideas abstractas moralizantes carecen de sentido, por ejemplo, las lecciones sobre obediencia. En tal sentido, ante una situación conflictiva el docente debe preocuparse no por exponer el mejor discurso sobre una conducta, sino por enseñar a través de su propio comportamiento.

Sin duda alguna, es en la escuela donde se contribuye a la formación de seres conformes, reprimidos, sumisos, o, por el contrario, inquietos, trasformadores, críticos y comprometidos. Para cumplir con ello es necesario entonces reconstruir la función del docente, sujeto activo de la transformación social, llamado a romper con los paradigmas, un humanista que desde su praxis este dispuesto a vivir la libertad propia y la de sus estudiantes.

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